Andaba el
jorobado con una gran carga a sus espaldas,
sus huellas en la tierra eran tan
profundas que se formaban charcos con la lluvia.
Pasaba el tiempo y por cada
paso que daba se hundía más en el fango;
yo me senté, expectante, a observar a
dónde iría.
Llegó un día en el que el
jorobado ya no conseguía levantar un pié del suelo,
paralizado, sucumbió a la
insoportable carga.
Quise ayudarle pero me había
quedado sin fuerzas, perdiendo la noción del tiempo, envejecí.
El jorobado dejó caer su
joroba, me miró sonriendo y salió levitando en un vuelo vertical.
“¡Espera!,
¿a dónde vas?”, grité.
Fue lo último que hice y caí
en las profundas huellas que dejó;
su carga abandonada me cubrió volviendo a
allanarse el camino.
Nadie supo que yo yacía
allí,
pude escuchar las leyendas sobre un hombre que cargó con la culpa y
el castigo,
liberando a todos de ese pesar.
Desde entonces, cada ser
pudo elegir poder equivocarse,
volver a intentarlo y tuvo el derecho a no ser
juzgado.
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